martes, 24 de noviembre de 2009

Armando Tejada Gómez: El canto de intención o la intención del canto





Quisiera comenzar esta semblanza del gran poeta mendocino con la evocación que de una pulpería nos hace Leopoldo Lugones:
“No era grande, que digamos -expresa en Poesía Gaucha - la necesidad de comunicación social entre aquellos hombres de la llanura. La pulpería, con sus juegos y sus libaciones dominicales, bastaba para establecer ese vínculo, muy apreciado por otra parte, pues los gauchos costeábanse en su busca desde muchas leguas a la redonda. Detrás del mostrador... el pulpero escanciaba la caña olorosa o el bermejo carlón, mientras algún guitarrero floreaba pasacalles sentado bajo aquel mueble. Tal cual mozo leído deletreaba en un grupo el último diario de la ciudad. Otros daban y recibían noticias de la pasada revolución o pelea entre dos gauchos de fama. Todo ello- concluye- en el lenguaje parco y reposado que parecía comentar el silencio de los campos peligrosos.”
Una de estas pulperías era atendida en Mendoza, allá por los albores de la patria, por Juan Gualberto Godoy, un hijo de esa tierra, quien además de ser dueño del negocio y de escanciar la caña o el carlón, también floreaba pasacalles que componía en sus ratos libres y que luego vendía a sus paisanos. “Las vendía, relata su biógrafo Domingo Sarmiento, hijo del autor del Facundo, en voces accesibles a todos y con el lenguaje estropeado de la gente del pueblo.” Era una costumbre muy extendida entonces en las pulperías ésa de vender en cartulinas celestes y rosadas, los cielos, cifras y romances más famosos, que los gauchos compraban para repetir o regalar en sus pagos. Godoy reunía, según Ricardo Rojas, los tres atributos de tan pintoresco mercado: era pulpero, payador y admirable calígrafo. Él mismo escribía sus canciones y las entregaba a la clientela de su almacén campesino.” Godoy no fue a la escuela, sino que recibió las enseñanzas de la naturaleza, la sabiduría que corría y aún corre de boca en boca por entre la gente humilde y en donde campean sentimientos que hacen a la condición intrínseca de los seres humanos: el deleite por la naturaleza, el amor, la muerte, la libertad. Los días de Godoy lo llevaron a la campaña de Buenos Aires, un tiempo en Dolores, otro en el Tuyú, allí donde desgranaba sus coplas ese payador de larga fama que era Santos Vega y al que cuenta la leyenda desafió a cantar. Y hay quien dice también que Godoy no era sino el Juan Sin Ropa que derrotó al viejo payador puntano. Me complace imaginar que a su pulpería llegaba a reponerse de sus fatigas, producto de la trabajosa lucha en que se había empeñado para vencer la ignorancia y el fanatismo, nuestro comprovinciano, el poeta y filósofo Juan Crisóstomo Lafinur, que había conocido a Godoy en uno de los viajes de éste a Buenos Aires. Seguramente acodado en el mostrador, el semblante alegre y chacotero al que le daban pleno derecho sus escasos veinticuatro años, escuchó los cielitos, ésas como canciones de cuna para arropar a la patria naciente:

Cielito, cielo que sí,
el rey es hombre cualquiera,
y morir para que él viva,
La pucha...! es una zoncera!

Y tal vez, músico también y mocito rimador, pueda haber sido quien escribió aquel otro donde se asegura, él lo experimentaría en carne propia, que la vida es un precio no demasiado grande si se trata de defender la tan amada libertad:

Si perdiésemos la acción
Ya sabemos nuestra suerte,
Y pues juramos ser libres:
La libertad o la muerte.

Se atribuye a Godoy la paternidad de nuestra poesía gauchesca. Hay quienes le dan este lugar a Bartolomé Hidalgo. Pero lo cierto es que, tanto Hidalgo como Godoy, constituyeron un eslabón más en esa cadena que es el canto del pueblo y que, como lo observa Rojas, comenzó cuando llegaron los españoles y se encontraron con las lenguas originarias. Los ruiseñores de Castilla enfrentados a la calandria americana, al decir de nuestro poeta Agüero, enfrentamiento del que nació nuestra poesía popular. Ricardo Rojas señala: “Se ha visto ya de qué manera el indio, hijo genuino de su tierra, entró como elemento localizador en la vida rústica del gaucho, y de qué manera el gaucho, hijo también de nuestra tierra, entró como elemento diferenciador en el idioma de los conquistadores”.
Armando Tejada Gómez no es un eslabón menor en esa larga e irrompible cadena. Como Juan Gualberto Godoy nació en Mendoza, pero ciento veinticinco años después, el 21 de abril de 1929, en la confluencia de Zanjón Frías y el Canal Guaymallén. De ascendencia huarpe, vivió en Mendoza hasta los 34 años, para entonces trasladarse a Buenos Aires. Y además de poeta y cantor, otro parentesco lo une a su coterráneo Juan Gualberto: el ser frecuentador de boliches: “fortuitamente – dice - en los patios y boliches aprendí cómo es el alma de nuestro pueblo: el folklore me llegó como tal: de modo oral y directo”. Dejemos que sea él quien continúe contándonos de qué manera su espíritu se empaparía de esa memoria ancestral: “En Mendoza – dice- como en todo el Noroeste argentino, se canta mucho. La memoria popular guarda coplas deslumbrantes y allí, en esos boliches y patios sorprendí por primera vez la tonada, la cueca, el canto de nuestra tierra hispana de boca de los peones cantores: braceros, cosechadores, desocupados... El alma de Quevedo, el espíritu popular, flotaba en el aire de los patios. No se priva de transcribir algunas de aquellas coplas:

Qué equivocación será
la del que se ponga a creer
que ausente lo han de querer
y nunca lo han de olvidar

O esta otra:

Tarde, ciego corazón,
tu arrepentimiento viene
¡Cómo querís que yo cure
lo que remedio no tiene?

Es que el autor de la Zamba del Laurel, de La Canción de las simples cosas, tuvo el mejor maestro a que pueda aspirar un ser humano, ese maestro donde abrevaron también Shakespeare, Goethe, Walter Scott, Miguel Hernández, García Lorca y tantos otros y que no es sino el espíritu del pueblo vertido en el antiguo cuenco de la palabra oral.
Y él mismo nos descubre su aprendizaje cuando recuerda: “Un día, mi madre me había dado 30 centavos par ir al cine, pero yo enfilé derechito al kiosko y compre ese libro (se refiere al Martín Fierro, al que ya había descubierto en una de sus pasadas por el kiosco) que después llegué a conocer de memoria y que me signó para toda la vida. Y esos versos entraban en mi conciencia sin violencia alguna, porque hablaban como mis mayores, como nosotros. Así fue como tomé contacto con la palabra escrita. Luego vendría la mía propia, casi sin darme cuenta y como jugando, y por pura diversión”.
Y él ya sabe lo que quiere comunicar y por quién ha tomado partido, como aquel otro grande de latinoamérica, José Martí, que decía en versos que, como los de Armando, andan en boca de todos:

Con los pobres de la tierra
quiero yo mi suerte echar.
El arroyo de la sierra
me complace más que el mar.

Armando podría haberlo desafiado a payar con estas bellísimas estrofas:

Zambita para que canten
los humildes de mis pagos,
si hay que esperar la esperanza
más vale esperar cantando.

Nacida de los boliches
donde el grito alza su llama:
su canción de largas lunas
sabe la sombra y el agua.

Así dice en La de los humildes, como anticipando la profesión de fe que luego concretará con Hamlet Lima Quintana en el "Manifiesto de los dos" y en el que se afirma que la poesía es una arte de masas, oponiéndola a la literatura de élite y de importación que poco tiene que ver con nuestras raíces y que desdibuja nuestra americanidad. “El surgimiento y desarrollo de la poesía de masas en la Argentina – se expresa en el "Manifiesto" - tiene inocultables raíces en los fenómenos políticos y en la afirmación, no siempre elaborada, del papel del pueblo como protagonista histórico – Hidalgo, Ascasubi, Hernández, Juan Gualberto Godoy, Lugones, Estanislao del Campo, Echeverría, Pedro B. Palacios, Olegario V. Andrade, Evaristo Carriego -.” y aclara: “la cosmovisión de esta poesía no se atiene solamente al tratamiento de una temática plebeya – y por eso singular – sino a la consecuente elaboración de un lenguaje amasado en la levadura de la existencia popular a partir de las peculiares circunstancias del país y del hombre. Cualquiera sea la valoración crítica que tengamos de esa poesía, lo fundamentalmente valioso de ella es su vocación épica, su sentido nacional, su compromiso histórico con nuestra propia vida.”
Su poesía (y en ella incluyo las canciones) es un dejarse arrebatar por ese “viento de multitudes”, como él la llama. Ese viento que tal vez deseara huracán para barrer con la infamia más grande cometida por los seres humanos, infamia de la que da cuenta en Canción para un niño en la calle y que parafraseándolo, podríamos calificar del “estupor de Dios”::

A esta hora exactamente
hay un niño en la calle...

Apelando a nuestra honra de seres humanos, esa honra que parece haber sido dejada de lado en estos oscuros tiempos de adoración del becerro de oro:

Es honra de los hombres proteger lo que crece,
cuidar que no haya infancia dispersa por las calles,
evitar que naufrague su corazón de barco,
su increíble aventura de pan y chocolate
poniéndole una estrella en el sitio del hambre.

De otro modo es inútil, de otro modo es absurdo,
ensayar en la tierra la alegría y el canto,
porque de nada vale si hay un niño en la calle.

Si la intención del payador fue la de recoger en su poema la vida, el alma, las costumbres y la ciencia de la pampa, Tejada continúa esta tradición. No se olvida de su ascendencia indígena y en Abuelo de greda lo sueña:

Se lo vio atravesar la distancia
emponchado en el cielo del sur,
cálido abuelo de greda,
un sol de quebracho partía la luz.

Y en las siguientes estrofas nos lo devuelve eterno, habitador de nuestras soledades y montes, despojado de todo, hasta de la vida, pero señor de sí mismo:

Aún habita su sombra en los valles
demorados del atardecer
y como un río, el olvido,
memoria de greda lo siente volver.

En el cielo hilandero de arauco,
la paciencia de un viejo telar,
teje en su poncho terrestre
la flor polvorienta de su galopar.

Indio y gaucho constituyen los cimientos sobre los que se construyó nuestra identidad. Así lo reconoce Tejada Gómez cuando dice en Canto popular de las comidas:

Abuelo polvareda,
gauderio, guacho o gaucho, señor de pata al suelo,
centauro de dos sangres.

Y se conduele de que, como al abuelo indio, la suerte tampoco le fuera propicia:

Cuando te disolvían las aguas de la historia
te miraban volver las aldeas calladas
aún más desposeído, más osamenta rota,
con las manos vacías: sin tierra y sin caballo,
déle pitar olvido y amontonar cenizas,
durando, envejeciendo, estaqueado en la nada.

“Todo escribe a nuestro alrededor, eso es lo que hay que llegar a percibir”, reflexiona Marguerite Duras. Y sin duda Armando también lo sintió así, pues en él vida y poesía están entrañablemente unidas. Él comprendió cabalmente que la búsqueda de la poesía no termina en el territorio de las palabras sino que se extiende a toda la trayectoria vital del poeta, a sus actos, a su presencia, como testigo o protagonista, en cada una de las particulares relaciones con la realidad. Es por eso que su poesía no va a dar a ese mar que es el morir sino al océano inconmensurable de la vida, a esas simples cosas que constituyen la sal de la existencia. Por eso dice:

Me voy lo más campante a visitar amigos
los domingos ardientes, las fiestas de guardar,
los ruidosos cumpleaños de la prima o el primo;
las bellas ceremonias de tu madre y mi paz.
Sólo para acordarme contigo de lo breve:
del papá que partía sandías inmortales
y jugaba al color tonto de las semillas
en las siestas rurales con higueras y duendes.
Me voy, lo más campante, pisando en las chicharras,
para serte lo príncipe de tu sueño de fuego.

Y en la estrofa final reafirma su militancia :

Amor, la vida sigue. Anda lo más campante.
Va de abajo hacia arriba. Crece a más no poder.
La cárcel no lastima,. Yo soy un militante.
Lucho porque los niños conozcan el laurel.

Cuestiones de tiempo me impiden extenderme más en el análisis de sus extraordinarios poemas, que con las canciones constituyen la doble cara de esa única moneda que es la poesía. Poemas que configuran una vasta producción y que se extienden a lo largo de títulos como: Historia de tu ausencia, Ahí va Lucas Romero, Telar de sueños, Canto popular de las comidas entre otros. Considero indispensable mencionar aquí su novela: El río de la legua, texto fundante de nuestra americanidad y que se encuentra a la altura de la gran narrativa latinoamericana. Novela que fue finalista en el "Premio Planeta" allá por los setenta pero estuvo prohibida en aquel período que Tejada mismo se encarga de caracterizar en otro de sus títulos como Bajo estado de sangre. Podríamos decir que esa prohibición sigue vigente en la actualidad al haber sido retaceada su difusión por los mismos medios tan generosos, en otros casos, en elogios y promociones.
Orfeo nos decía, en el comienzo de uno de sus himnos: “Sólo hablo para los que están en la obligación de escucharme”. Estas palabras podrían haber sido pronunciadas por Tejada Gómez. Porque él habló para nosotros, hombres y mujeres de este mundo, que tenemos obligación de escucharlo. De lo contrario, como aquella mítica mujer de la Biblia de la cual no nos ha llegado ni siquiera el nombre, nos convertiríamos en estatuas de sal aunque la condena no caería esta vez sobre nosotros por mirar hacia atrás sino precisamente por negarnos a hacerlo.



Leído en el Encuentro de Poesía de Cuyo, San Luis, diciembre de 2004

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