jueves, 7 de enero de 2010

Lafinur y Borges- Paulina Movsichoff







Escucho el gong del reloj que marca las dos de la madrugada. Yo velo en esta penumbra interrumpida apenas por un ladrido lejano, por el rodar de un coche en la acera. Eulogia seguramente duerme en la habitación vecina. No resultó fácil convencerla de que así era mejor. La he notado muy desmejorada. Casi no cierra los ojos, temerosa de que mi pecho deje de respirar. “Me ayudarás más si estás descansada durante el día”, le he dicho. La pobrecita debe multiplicarse para atenderme, recibir las explicaciones del médico, estar pendiente también de que las visitas no se queden más de lo permitido. Y en eso es inflexible. No quiere que malgaste mis menguadas fuerzas. De todos modos sé que todo es en vano y que estoy en el umbral, que muy pronto seré uno más en esa dimensión donde el pasado, el presente y el futuro se entreveran y ya no se puede distinguir cuál es cuál. Prueba de ello es la visita que recibo cada noche cuando todo está en calma. Él llega, se sienta a los pies de mi cama y me conversa. Confieso que al principio me agitaba cuando me quedaba solo. Pensaba que era un delirio de mi enfermedad. Pero no. Ahora he aprendido a aceptar aquello que para los sentidos resulta inaceptable. Estoy viviendo lo que con tanto afán enseñaba en mi curso: Hay un tiempo todas las noches en el cual creo ver lo que no veo, tocar lo que no toco. A este tiempo le llamo sueño; e ilusiones a las percepciones probadas en él. – ¿Y quién me ha asegurado que yo duermo siempre? Si el sueño en cierto grado puede causar ilusión que la vigilia hace descubrir, quien me ha asegurado que la vigilia misma no es otra especie de sueño, del cual me desengañara otro estado diferente que pruebe? ¿ Y acaso la poesía no es un territorio de fantasmas, un apostadero de seres que salen de nuestros delirios nocturnos? ¿De dónde surgen ellos? ¿No son acaso sensaciones del alma? La nocturnidad es peligrosa. Recuerdo aquellos versos de François Villon: "Mis días rápido se han ido... De alguna tela los hilos cuando el tejedor tiene en su puño ardiente paja. Mis mayores tristezas han pasado, / ya no me acaloro más por ellas” dice también. Igual me sucede a mí, que estoy todas las madrugadas con el corazón alborotado esperando la visita.
Qué dirías Eulogia si supieras que, cuando me crees por fin dormido, me desplazo por los medanales del tiempo para encontrarme con este viejo que tiene los ojos sin luz y que dice ser mi descendiente. Sus manos sarmentosas se apaciguan en la empuñadura de un bastón. A pesar de su ceguera, tiene un rostro plácido y hasta casi podría aventurar que con un dejo de picardía. Le digo que ya nos habíamos encontrado. El anciano aquel que mascullaba versos cuando, tomados del brazo, yo lo encaminaba a su casa. O aquel otro con quien tropezaba a veces en mis correrías por Buenos Aires. Se detiene a menudo en hablar de esa ciudad. La juzga, afirma, tan eterna como el aire y el agua.
“No sé si a usted le sucedió, Lafinur”, me dice. “Pero yo nunca me abandoné a sus calles sin recibir inesperado consuelo”. Le contesto que a mí me pasó lo mismo, pero eso comenzó a sucederme en el preciso momento en que debí dejarla. Y, al igual que Rousseau, yo también tenía planeado escribir mis Rêveries du promeneur solitaire cuando, como él, me vi apartado de todos y me libré a la dulzura de conversar con mi alma, lo único que el fanatismo y las envidias humanas no pueden quitarnos.
Me habla el viejo ciego de las guitarras que escuchaba al fondo de un patio en sus vagabundeos y me arrepiento entonces de la pelea que tuvimos con Juan Cruz. Fue allá, en el Monserrat, cuando escribí unas coplas denigrando ese instrumento. Pero qué importancia tienen aquellos juegos de niños. Muchas cosas se presentaban confusas a nuestro entendimiento, tenían esa ambigüedad de los objetos al amanecer. Renegábamos de cualquier aspecto de la realidad que nos hiciera acordar al dominio hispánico. Pero no todo era malo. Y aquellas cosas formaban parte de nuestra idiosincracia. Fue placentero escuchar su voz, no cascada como la de un viejo sino joven y alegre como me imagino la tuvo en su mocedad. Entonó unas estrofas que me quedaron en la memoria como si las supiera desde siempre:

Mi Buenos Aires querido
cuando yo te vuelva a ver
no habrá más penas ni olvido.


Una honda nostalgia se apoderó de mí, igual a la que me quedaba luego de escuchar a Crisanto Luna, allá en el Norte. O a la que, desde antes de que mi visitante nocturno me las cantara, me despiertan las que Juan Gualberto entona en su guitarra.
Todo esto me tiene muy excitado y por momentos me he sentido tentado de escribirle a Carmen. Pero luego desistí, pensando que creerá que la enfermedad afectó también mis facultades mentales. Porque además de hablarme de filosofía, el visitante me cuenta cosas por demás extrañas. Me dice que Carmencita se casará con un militar y que tendrán un hijo. Ese hijo será el abuelo de él, de Borges, como me ha dicho que se llama.
“Usted ha estado en la guerra, Lafinur y seguramente conoce el miedo a la muerte. Pues mi abuelo avanzó sereno hacia ella. Esto fue luego de la orden de su jefe de ordenar el retiro. Mi abuelo le expresó su desacuerdo pero el general se mantuvo firme. Fue entonces que, con la mirada empañada por una profunda expresión de pena y de tristeza, decidió no obedecer. Con dos o tres ayudantes penetró allí donde el fuego era más violento y nutrido. Iba tranquilamente montado en su alazán, envuelto en su poncho blanco, con los brazos cruzados y la fisonomía iluminada por una expresión de melancólica bravura. Algunos pasos más y cayó para ya no levantarse, con dos terribles heridas, ambas mortales”.
Lo pedí que no continuara. Profunda pena me dio esta desgracia que ocurrirá a mi adorada Carmen. Esa niña de piel de magnolia y ojos alumbradores, que con sus catorce años fue mi consuelo en los días previos a mi partida, cuando sentía el odio y la saña de lo que se gozaban en calumniarme. ¿Es un sino trágico el que persigue entonces a los de mi sangre? Me pregunto si ese terrible suceso no será una expiación por aquel otro nefando crimen del que mi padre participó. Si no estaremos todos envueltos en una maldición divina por llevar la sangre de uno de quienes segaron la vida de Tupac Amaru.
Escucho que Eulogia se acerca y entra a mi cuarto, la palmatoria en la mano. Finjo que duermo, pero la siento ahí, parada junto a mi cama, contemplándome muda y absorta, preguntándose tal vez si su amor podrá arrancarme de las garras de patas corvas. Querida, querida mía. Teníamos el tiempo como verde pradera extendida ante nosotros. Pero ya lo ves, nuestra esperanza ha sido vana. El frío invade ya mis miembros y veo este mundo como una débil lucecita que voy dejando, definitivamente, atrás.

Juan Crisóstomo Lafinur- La sensualidad de la filosofía- Ediciones Fundación Victoria Ocampoa

2 comentarios:

  1. Juan Crisóstomo Lafinur fue tío bisabuelo de Borges. Su hermana, Carmen Lafinur, caso con el coronel Francisco Borges, quien llegó de Portugal con las fuerzas que comandaba el general Lecor para reprimir a Artigas. Su hijo fue el abuelo de Borges, casado con la inglesa Fanny Haslam, a quien conoció en la ciudad de Paraná, cuando él supervisaba las fronteras de aquel lugar. El abuelo de Borges murió heroicamente en la batalla de "La Verde", en 1874, para sofocar una revuelta de Mitre. Su mujer, Fanny, que había llegado con su padre de Staffordshire, quedó sola, para criar a los dos hijos en los extraños alrededores de Paraná. Su soledad y lealtades divididas fue recordada en "La muerte del guerrero y la cautiva". Uno de sus hijos fue el padre de Borges. Fue también quien más influýó en la formación primera de Borges, su nieto. Esto sucedió luego de la muerte de Lafinur, que ocurió en Chile, en 1824, luego de que se desbocara su caballo, cuando sólo contaba con veintisiete años. He tratado de recrear su vida y azares en mi novela "Juan Crisóstomo Lafinur. La sensualidad de la filosofía"

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  2. Excelente selección de texto y muy buena información complementaria. Te felicito, Paulina!

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