domingo, 10 de enero de 2010

Manuel Belgrano y Juan Crisóstomo Lafinur






Estoy cansado. La hora ha sonado de dejar este teatro que llamamos mundo. Mi vida se ha consumido como esa vela junto a la cual luchaba aquella noche por acabar el poema a mi admirado y bienamado amigo Manuel Belgrano. Debía leerlo al día siguiente, en las Honras que a su memoria se realizarían en la Catedral. Un año hacía que Manuel había partido. Un año en que no dejamos de llorarlo y de lamentar que, el día de su muerte, la aflicción y los alarmantes sucesos nos sumieron en tal estupor que no nos acordamos de escribir en el periódico un mísero recordatorio. Nuestro vilipendiado padre Castañeda fue la excepción en su Despertador Teofilantrópico. Pero ello no nos salvaba de nuestra negligencia. Había entonces que repararla. Sin embargo, la musa no siempre acude a nuestros llamados y es lo que sucedía precisamente conmigo pocas horas antes de leer mi Canto Elegíaco. Ya la vela se terminaba y yo aún no podía dar con las palabras. Las que expresaran el dolor en su justa medida. Pero, como decía Horacio: ¿”Qué moderación o qué recato puede darse en la añoranza de un ser tan querido?” Y, como el poeta, yo también pedí: “¡Enséñame fúnebres cantos, Melpómene!” Ahora me doy cuenta de qué manera aquello que escribía en las honduras de la noche, se aplica a las de ésta que hoy se ha abatido sobre mí. Mis ojos se cerraban, la cabeza caía sobre el papel. No sé quién me dictaba aquellos versos que mi mano, lenta, escribía:

Murió Belgrano. ¡Oh, Dios! así sucede
La tumba al carro, el ay doliente al viva,
La pálida azucena a los laureles!

Aquella mañana el mundo se detuvo. Al rayar el alba sonó el primer cañonazo y se repitió, durante cada cuarto de hora, hasta ponerse el sol. El gentío inundada las calles pues nadie quiso perderse las ceremonias, aquellas Honras correspondientes a un Capitán General en campaña. La masa enorme del pueblo se arremolinaba, fluctuaba como un océano. Además de las calles, obstruidas por el pueblo, los balcones y las azoteas no tenían un resquicio libre, desbordándose por sus balaustradas mujeres con las manos abarcando las flores que arrojarían al carro fúnebre, que pasó sobriamente adornado con penachos y cortinados de luto. Iba tirado por seis caballos oscuros, cada uno de ellos llevado de la brida por un moreno, vestido elegantemente de negro. Estaban presentes las cruces de todas las parroquias y comunidades religiosas. Un sol tibio nos calentaba apenas mientras los amigos más íntimos de Manuel caminábamos con dificultad, abriéndonos paso entre los hombres y mujeres, muchos de hinojos en plena calle, las negras enjugándose los ojos con grandes pañuelos de todos los colores. Nuestra columna tardó una hora y cuarenta y cinco minutos en llegar al templo. Al frente del cortejo iba el Gobernador, seguido por todo el cuerpo de oficiales del ejército, de riguroso luto militar. Lo seguían los agentes de Chile, Estados Unidos y Portugal. A nuestro lado desfilaban también los jefes de oficina y empleados públicos. Todos con caras compungidas y el semblante serio de los que saben que algunas cosas se viven una sola vez. Se formaron el estado mayor a caballo – el regimiento primero de línea, el de cazadores, la legión patricia, la legión del orden, una compañía de húsares- y la artillería montada con cuatro piezas que, al entrar el cuerpo en el templo hizo oír sus disparos. Como estaban prohibidas las representaciones teatrales, esa noche no se pondría en escena mi Clarisa y Betsy. Llevaba en mi bolsillo, cuidadosamente doblado, el recorte del artículo que días atrás había salido en EL Argos con motivo del estreno. Puedo recitarlo textualmente aún hoy, a tres años de aquel sucedido que aceleró mi corazón con latidos de gozo: Clarisa y Betsy es una de las mejores piezas de las que se llaman melodramas: de aquellas que tienen bastante música y suficiente acción muda por demostrar que son comedias: e igualmente diálogos por convencer que no son pantomimas — una especie bastarda engendrada en los teatros menores de París: pero que tanto allí como en todas partes reprueba el buen gusto. Es que yo también, como Rousseau con su Pygmalion, quise ponerme a prueba en ese género en el cual las palabras y la música, en lugar de marchar juntas, se hacen entender sucesivamente y en donde la palabra hablada es de alguna manera anunciada y preparada por la frase musical. Esa “ópera sin cantores”, como la llamara mi adorado Mozart. Con Morante formábamos una dupla perfecta, tal era la armonía con que su texto se entrelazaba a mi música, escrita en aquellas febriles noches que precedieron al estreno.

— ¿Qué opinas? — pregunté, volviéndome hacia Juan Cruz, unos pasos atrás.
— Que el pobre Manuel era un lujo para esta república de pacotilla y ubicada en el extremo del mundo. Esto no servirá para que las cosas sean como él hubiera querido. Debimos interrumpir el diálogo pues ya el gentío se metía entre nosotros, separándonos.
Las piernas me temblaban mientras subía al púlpito. Me preguntaba si estaría a la altura de tan augusto homenajeado. Mi mirada abarcó los vestidos y mantillas enlutados, los botones dorados de las casacas, las pecheras de encaje, las manos recubiertas de anillos. Y seguí con la vista baja y vi las caras, las de ellas, las mujeres, caras limpias y caras frescas, caras pintarrajeadas y cara secas, y vi sus cabezas grises, cabezas negras y cabezas rubias, todo eso vi antes de decidirme a comenzar. Traté de que mi voz no se quebrara cuando, en aquel silencio expectante de llanto contenido, en aquella mezcla de desesperanza y de vindicación, comencé a leer las estrofas que terminara pocas horas antes:

¿Adónde alzaste fugitivo el vuelo
Robándote al mortal infortunado,
Virtud, hija del cielo?


Mi corazón aceleraba su latido asustado y mis palabras retumbaron como retumba el eco. Como al caer una piedra en el agua, sus ondas se fueron ensanchando cada vez más, hasta cubrir todo el ámbito. Sentí cómo la escena que imaginara la víspera se ajustaba a lo que allí estaba sucediendo. Lo escribí días después para El Argos, en la Oda a la Oración Fúnebre pronunciada por Valentín Gómez:

Era la hora: el coro majestuoso
Dio a la endecha una tregua; y el silencio
Antiguo amigo de la tumba triste
Sucedió a la armonía amarga y dulce...


De pronto comprendíamos que personas como Manuel se dan una o dos veces en la historia. Y yo fui privilegiado con su amistad, con su trato bondadoso y llano. Realmente amé a ese hombre, de este lado de la idolatría.

Por la tarde se realizó el banquete fúnebre en casa de Sarratea. Cuando, luego de Rivadavia y los invitados de mayor rango, me llegó el turno de derramar la copa sobre las flores del festín, recordé que los antiguos tenían la idea del río de Leteo, el río del olvido. Aquélla de que después de la muerte bebemos y olvidamos. Pero yo, que estaba vivo, no deseé olvidarlo, sino todo lo contrario. Quería que su recuerdo quedara encendido en mí para siempre. Sin embargo, el tiempo es nuestro enemigo y pelea por robarnos hasta las lágrimas que vertemos por los que amamos. Es lo que traté de expresar en esos versos que leía ante un público expectante:

Pero el tiempo...¡cruel! y ¡cuál se engaña
El hombre en su consuelo! ¡Vuela el tiempo!


Así ha volado el mío, el de mi breve vida. Ahora que estoy a punto de atravesar las aguas del Aqueronte, vuelvo a ti, querido Manuel, te pido que me tomes de tu mano para llegar a esas mismas praderas en donde seguramente descansas. También a él se lo pido, al anciano que dice ser mi descendiente. Alcanzo a distinguirlo, sentado en el extremo de esta cama de agonías. Me habla, pero ya apenas puedo escucharlo. Y, mientras alguien me arrastra lejos, muy lejos, le digo, indiferente al destino que puedan tener mis palabras: El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata pero yo soy el río; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente es real pero yo soy Lafinur.

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